“Dicen que Miguel Ángel Buonarroti, antes de empezar una escultura, iba a la cantera para sacar el mejor bloque para su nueva obra. Para ello debía sentirlo, acariciarlo, entrar en él para conectar con su esencia. Así sabía si ese bloque era el que él necesitaba para su obra”. En esto pensaba cuando terminé de hacer la maleta. Cogí las llaves del coche; revisé que todo estuviera en orden en el piso y cerré la puerta.
Empieza la aventura de mi nueva exposición.
Esta vez, el entorno elegido ha sido un precioso parque a las afueras de una
pequeña ciudad rodeada de naturaleza. El precioso río, que fluye con gran
ímpetu creando el eterno movimiento de la vida, divide la ciudad en dos y su
fuerza me cautivó. El agua tiene un
poder sorprendente sobre mí, me quedo absorto mirando la belleza del baile
entre el aire y el agua, acompañado de la armonía natural del canto de los
pájaros y el saludo de las ramas de los árboles.
La
exposición fue todo un éxito, aunque hubo poca asistencia; sin embargo, los
pocos que fueron, comprendieron que la estatua estaba dividida en partes para
que los ojos que la admiraran pudieran imaginar creaciones en sus mentes —los
pies bailan y avanzan; las manos abiertas se llenan de alegría y tristeza; la
cabeza muestra nuestra identidad donde somos libres o esclavos—. El conjunto es un jardín cuya vegetación
derrama fragancias que elevaban o disminuyen los sentidos cuando contemplamos
nuestra propia obra maestra, nuestro yo.
Cuando regresé a casa, algo había cambiado,
aunque todo estaba como lo había dejado; la luz del atardecer entraba por la
ventana y en ese momento me sentí estatua, lleno de vida, rodeado de soledad,
serenidad y silencio.