Muchas tardes me acerco a la orilla del mar a recoger viejos
maderos de algún barco desgastado por sus muchas travesías que se han ido perdiendo
en el océano y han llegado a esta
orilla; me gusta recogerlos e intentar hacer con ellos alguna obra de
arte, crear vida de algo muerto porque así me siento yo, en este enigmático
país de melancolía cuyos ríos misteriosos están surcados por ácidas lágrimas. Soy un fugitivo y huérfano del amor, huí del
hogar cuando era muy joven creyendo poseer la fuerza, el coraje y la valentía
para ir en busca de mis sueños.
Recuerdo que en mi huida tenía mucha prisa, y, no vi la
piedra en el camino, así en el primer tropiezo me quedé tirado en la cuneta y
mis sueños conmigo. Desde entonces, hace ya treinta años, vivo en la
autocompasión y destrucción hacia mi persona y hacia los que me rodean porque
sufren mi carencia de amor.
Hoy, mi hijo ha hecho lo mismo
que hice yo, marcharse; pero, él tuvo la valentía de despedirse, valentía que
no tuve yo. Hoy, también, me he enterado que mis padres se han ido y una
profunda tristeza ha inundado mi alma; no sé por qué ese sentimiento nace ahora
después de tantos años. Algunas personas cercanas, incluyendo a mi hijo me tendieron
una mano cuando dejaba a mi paso botellas vacías y otras apiladas esperando a
ser vaciadas. Desprecié sus manos porque las fuerzas para enfrentarme a sus
miradas me habían abandonado hacía mucho tiempo. Preferí quedarme en ese oscuro rincón donde el
dolor y la autocompasión junto con mi represión interior habían matado incluso
mis más lejanas y profundas aspiraciones porque anestesié mis sentimientos con
rabia para no sentir culpa.
Un día cayó en mis manos un libro cuyas palabras decían: “para
dejar huella debes de ser Hombre”. Observé desde lo alto mi oscuro teatro y comprendí que el telón siempre había estado
bajado; nunca hubo ninguna obra que representar porque mi vida había sido escrita
como una novela sin autor, edificada en una muralla de silencio y olvido entre
mi corazón sombrío, mi familia y algunos conocidos.
A pesar de navegar por ríos de melancolía logré imponer mi
voluntad a mi dolor iniciando el vuelo del ángel y dejando atrás a la bestia.
Quebré la parálisis de mi vida al haber construido un sigiloso víacrucis de
dolor y sufrimiento. En ese momento sonó en mi corazón una campana despertándome
de ese letargo de muerte, donde los pensamientos que me habitaban estaban en
perpetuo diálogo y en dramático desacuerdo. La vibración de la campana se quedó
impresa en mi alma y como un observador miniaturista observé las carencias de
mi vida fugitiva.
Esas palabras “para dejar huella debes de ser Hombre” me devolvieron
a la vida, a la libertad, al mundo de las quimeras y sueños, a conversar con
almas sencillas, aprendiendo a saborear caminatas y reflexiones serenas, a
disfrutar de una calma antes nunca insospechada. Así surgió el cosquilleo del
conocimiento de estar vivo cuya finalidad es cultivar el camino con semillas de sabiduría para
que florezca el saber universal de la vida. Descubrí la esperanza ante la
desesperación.
Mi carencia de amar fue sustituida por amor que como un
meteorito incandescente atravesó mi alma, cuando me encontré cara a cara con mi
hijo, sus ojos lagrimosos llenos de dulzura y perdón me devolvieron mi sueño más profundo, amar y ser amado. Ahora sé que la
huella que toda persona debe dejar es sentir el amor porque no hay alegría más
grande que amar. La esperanza nos salva y la alegría y el amor se unen en ese
punto entre el crepúsculo y el mar para que hagas lo que hagas siempre podamos
encontrar la paz.
(foto de la red)
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