“En cuanto nace la chispa de la vida
dentro del vientre de la madre, empezamos a construir la espiral de nuestra existencia,
creando círculos entrelazados que nos llevarán sin parar, de uno a otro, de
experiencia en experiencia, de aprendizaje en aprendizaje hasta el último
círculo que se cerrará con el último suspiro, en esta danza del tiempo y del
espacio”.
Hace muchos años –no sé cuántos
pues los he olvidado- me marché de casa dejando familia y amigos; como equipaje
una maleta llena de ilusiones, un libro en blanco y la certeza de que algún día
los renglones serían escritos en el agua, la arena y en mi alma. Mi único
objetivo era buscar respuestas a mi inconformismo interior que se revelaba cada
día más fuerte, alimentando mis ansías de búsqueda. Soñaba con viajar, volar,
conocer gente, libros, estaba sediento de conocimiento… Durante mis viajes,
descubrí personas maravillosas que me elevaban el alma y otras que la herían. Comprendí
que en la guerra de la vida siempre hay heridas desde el primer momento en que
ponemos los pies en nuestro camino: caídas, empujones, traiciones, mentiras,
manipulaciones; estas heridas son por golpes dados y recibidos.
Estos golpes me hicieron comprender
que vivir de espaldas a la vida produce sufrimiento que proviene de ese vacío de
querer caminar pero el confort puede más,
provocando una vida sombra y deficiente;
siendo “tibios” por no tomar decisiones, dejándonos arrastrar por otros,
viviendo una trampa mortal en nuestra vida. La decepción y la frustración que producen esas
situaciones que provocamos nos hieren el alma haciendo brotar ríos salados de los ojos porque una vida vacía
es una vida sin control, que nos arrastra con tal fuerza como un río desbordado
que todo arrasa hacia situaciones imprevisibles. No sabemos quiénes somos,
hablamos con otros nosotros mismos, con esa voz cargada de arrogancia, interpretando
mil papeles de comediantes pero ninguno de actor principal; nos volvemos
personas grises de corazón y nuestra vida se enreda como una madeja tirada en
el suelo, posponiendo para mañana el momento de desenredarla.
Vivir de frente es vivir
conscientes de que llevamos las riendas de
nuestras vidas porque somos sus artífices; tomamos decisiones que a
veces nos llevan a lanzarnos al vacío con coraje, fuerza y sabiduría; desplegando
las alas para observar desde lo alto y maravillarnos de la trama de los
acontecimientos que nos construyen y comprendemos que todo está
interrelacionado. Muchas veces nos hieren y herimos, rectificamos, perdonamos, así
aprendemos y crecemos realizando una
obra de arte en nosotros mismos; somos los actores principales de nuestra vida
porque vivimos en el eterno presente.
Después de muchos años de transitar
por culturas diferentes, por senderos polvorientos, de descansar en oasis,
escalar montañas, de internarme en las profundidades de la noche acompañado de
sonidos que emergían de mi corazón angustiado;
de pasear entre girasoles que bailaban al son de los rayos dorados y algún
que otro hada me regalaba una mirada llena de ternura, acariciándome el alma
que se zambullía en el azul infinito; comprendí que yo soy el camino; que lo
que buscaba lo había hallado hacía muchos años, al descubrir el canto de mi alma
a través de sonrisas, atardeceres,
fragancias y paisajes que me
saludaban cada día. Y, ese descubrimiento me llevó a la felicidad, al haber encontrado ese refugio
interior en el corazón donde germina su flor curando mis heridas.
Somos nuestro propio destino, tan
lejano y cercano al mismo tiempo. El viaje comienza y termina en nosotros
porque somos el camino. Mi último renglón se escribe en mi alma: “si sientes
ese cosquilleo no tengas miedo de lanzarte al camino que te llevará hasta el
final del universo en el eterno presente”.
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