Por
la noche me acosté sin pensar en el mañana, di por hecho que todo sería igual,
pero mi vida cambió esa mañana de primavera cuando el sol encendía sus luces y
sus colores de fresa y mandarina nos anunciaban un nuevo día; unos golpes en la
puerta y mi amigo me vino a decir que tenía que marcharme a toda prisa porque
mis ideas de cambio, tolerancia y apertura molestaban a los que ostentaban el
poder; su tic nervioso me hizo comprender la convulsión de su alma y la
urgencia en mi huida.
Salí
de mi casa con el mínimo equipaje y empecé a caminar sin rumbo ni dirección,
solo deseaba salir de esas murallas -que no solo nos defienden del exterior
sino que también nos limitan nuestros pensamientos y libertad porque no quieren
que las miradas se pierdan camino del horizonte-. Caminaba,
caminaba…, estaba tan cansada no solo por mis pies con llagas sino de tanta ignorancia,
injusticia y represión. Mis pasos
acompañaban a mi rosto marcado por el tiempo que huyó del país de la sombra; -en
momentos sombríos recuerda que “la verdad duele porque nos hace crecer, pero
nos proporciona serenidad que es la flor del despertar”, me repetía, una y otra vez, la sabiduría del
alma vieja de mi padre-. Con estos ecos llegué al desierto cuando el sol se teñía
de púrpura –unos recuerdos sangrantes volvieron como un azote a mi corazón que añoraba
lo que tejió con otros corazones amantes y sabios, parece que sucedió hace
tanto tiempo que no queda huella porque mi tristeza todo lo envuelve de
angustia y nostalgia. Apareció la primera estrella y me ofreció su luz y
alegría, mi alma se lo agradeció recuperando sus colores dorados con suaves
melodías y, en ese momento, prometí que la voz de las ideas de libertad sería
una voz viva y viajaría a través del aire y de los corazones vivos a todos los
rincones del mundo y no sería apagada ni encerrada por la opresión porque esa
voz es la llama del alma.
Empujada
por el viento he navegado entre olas amargas, lluvias torrenciales y brisas
cálidas hasta que llegué a la orilla del desierto de dunas doradas. Mi soledad
me ha devuelto el silencio, y, oigo la risa de mis reflexiones que me dicen: “siente
la presencia de tu alma y no dejes que los vientos de esa enfermedad de
violencia y opresión que viaja en el alma de esos déspotas que corroen la
esperanza, sequen tu fuente de agua del conocimiento porque ellos han olvidado
lo que significa tener sed. Los que dudan de sí mismos se pierden
en el laberinto de la vida, no es bueno devolver los golpes sino evitarlos. Lo
más hermoso del mundo es el conocimiento, la sabiduría, la sed de la verdad y
nada lo podrá destruir porque habitan en el corazón de cada hombre y mujer que
saben que la esperanza siempre ha de volver”.
Desde
que me fui he hecho muchos amigos en el camino, conversando con todo aquel que
quería compartir su ciencia, secretos y sabiduría; por las noches dialogaba con
mi sabio consejero, el silencio; contemplaba los diamantes en el cosmos negro y
profundo como un abismo donde solo el amor reside y es guardián de grandes secretos a través de milenios -mixtura de lo sagrado y profano-, creando un puente entre lo divino
y humano, ambos, engranajes de mi alma que siempre me han ayudado. Los
recuerdos y saberes se agolpan para salir en estampida, la puerta se ha abierto
y entra aire fresco, las ideas, pensamientos y palabras bailan con el viento
sembrando nuevos amaneceres que emergen desde las profundidades del océano.
Un
atardecer, sentada sobre una duna, sintiendo la arena en mis pies y manos,
mirando al mar que jugaba con las olas borrando huellas en la arena, me vino
ese recuerdo tan querido a mi alma, el encuentro de aquel hombre silencioso y
delicado, alto, enjuto, amable, sonriente, yo tenía 7 años, me llevó a su casa
y me acogió en su familia para siempre; me enseñó muchas disciplinas pero la
más importante fue la de unir lo sagrado y profano. Tenía un medallón que
siempre me gustó. Al cumplir trece años me lo regaló -una estrella de cinco
puntas, en el centro un sol y dentro un corazón; en la cara opuesta, había
grabada una flor-.
El
medallón tenía el secreto de la noche de los tiempos y me enseñó a soñar y a
volar hacia ese puente entre lo divino y humano, me imaginaba caminos mágicos
de flores y viejos árboles donde las ninfas bailaban y me hacían compañía. Soñaba con conversaciones donde todos
aprendemos de todos y compartimos saberes. Soñaba con gobiernos limpios y
leales al pueblo, donde la opresión daba paso a la libertad. Soñaba con sentir
la fragancia del Amor para poder romper cadenas y conocernos mejor. Comprendí
que el océano no pertenece a las olas, que las olas crean caminos sobre la
arena que el agua borra y que el amor revitaliza todo aquello que no florece
tanto en el alma como en la tierra porque penetra a través de la piel y de la
piedra.
Durante
un tiempo, mis sueños de libertad y aromas se volvieron sombríos porque me aprisionaban
murallas de personas cuyas ideas estaban
llenas de odio y rabia por tabúes, prejuicios, temores…; pesadillas que vuelven
con la niebla de la noche como fantasmas en un cementerio de tumbas vivas. Suspiros
y lágrimas me tragaba, pero me devolvieron las fuerzas para emprender un nuevo
vuelo hacia las cumbres nevadas donde viven personas que tienden puentes entre
lo divino y humano; donde el corazón es el rey y maestro de la sabiduría
ancestral; donde el perfume del amor es
infinito y flota en el aire alimentando el alma con las más audaces ideas y
palabras-. Energía que volvía a vibrar en
ese rincón de mi alma donde reinaba la humilde dulzura del saber que mi padre
me enseñaba con amor, pasión y grandeza.
Me
gusta ver bailar las palabras con las ideas; me gusta subir y pasear sobre el
puente profano para llegar a lo sagrado. Me gusta hablar con las estrellas para
que me cuenten sus secretos y sueños y
ver bailar a la luna con pasión junto al sol. Antes de iniciar el vuelo, aprieto
con amor el medallón que me abrió las puertas a los secretos del profundo
universo. “Una gran raza de pensadores con una fuerza hercúlea hará cambiar las
ideas y pensamientos de los hombres y mujeres. El león de la espiritualidad se
ha despertado porque el amor genera por sí solo todo lo que necesitamos”, palabras
que mi padre me dijo el día de mi decimotercero cumpleaños y quedaron grabadas a
fuego en mi piel, enseñándome a luchar, soñar y volar.