“El hombre venera a Dios que es invisible, pero masacra a la naturaleza visible que es la cara invisible de Dios”. Hubert Reeves.
Mi nombre es Kala,
fortaleza.
Antes de entrar en
nuestro país una turba de hombres con túnicas rotas y sucias que a golpes suprimían
la libertad con balas lanzadas al aire y contra ciudadanos que se oponían a su
delirio, mi vida transcurría como un apacible riachuelo, todo fluía. Estaba
casada, tenía un niño precioso y un compañero de alma, amante y respetuoso.
Meses atrás llegaron noticias desmoralizadoras y una tensión perceptible se
extendió como una nube negra por toda la ciudad; ni en nuestras peores
pesadillas pudimos imaginar tal crueldad. Un día cualquiera las puertas del
tiempo se cerraron de golpe.
Mi familia sucumbió bajo
fuegos de sangre y yo quedé como trofeo de herejía. Vivir esclavizada, viendo la mirada de la
llama del infierno en esos hombres, hizo que mi cerebro colapsara y se
petrificara mi corazón.
Al cabo de unos meses
trajeron a una mujer a la que maltrataron con más brutalidad porque pertenecía
a una organización que luchaba por la libertad y derechos de las mujeres y
niñas. Aunque los golpes la hicieron caer, su mirada reverberada, la luz de su
lucha y sus palabras eran ecos: “el ser humano no ha sido creado para ser
esclavo de otro ser humano”. Su valor y fuerza fue como un tsunami para
nosotras, despertamos de nuestra agonía y nos unimos a su lucha por la
libertad. Supimos que había dejado instrucciones a su organización para
ayudarla a escapar en caso de ser capturada. Una noche nos reunió y armadas de
valor y esperanza escapamos. Nos escondimos durante un tiempo en una cueva que
habían preparado, esperamos hasta que alguien vino a buscarnos para sacarnos
del país.
Después de haber conocido
a esa extraordinaria mujer que me enseñó: “la verdad no es contraria a la
verdad y si, realmente, la buscas la puedes encontrar”, decidí hacer todo lo
posible para que no se sigan cometiendo crímenes en nombre de la libertad.
Llegué a la India donde
pasé unos años. Aprendí mucho de esas personas sonrientes que comparten todo lo
que no tienen. Vi con sinceridad la verdad humana, supe que el mayor miedo es
no tener coraje para enfrentarse a nuestros miedos irresueltos. En la India
trabajé como abogada –era mi antigua profesión–, en una asociación para ayudar
a mujeres y niñas desfavorecidas y a los hombres que querían avanzar en
libertad, respeto y dignidad; también estudié baile para que la mujer y el
hombre pudieran experimentar emociones, sentimientos a través de movimientos
armónicos para romper la prohibición de la diferencia. Diez años después de
vivir en ese complejo y entrañable país, llegó la hora de marcharme.
A veces la vida
experimenta un extraño placer en clavarnos una espina de pino en el pie. Mi
llegada al Reino Unido estuvo llena obstáculos y algunas ofensas, sin embargo,
mi determinación triunfó.
Una hermosa tarde de
otoño fui a caminar por Saint James Park, su serena belleza me deleitaba, el
sendero por el que caminaba era una alfombra de hojas ocres y arrugadas que, al
contacto con los tibios rayos del sol, cobró vida. Me tumbé en la orilla del
lago para sentir el aire fresco en mis mejillas. Ese día hacía cinco años que
había llegado a Londres. Me quedé ensimismada ante mis recuerdos, cuanta
melancolía y nostalgia sentía. Había aprendido durante esos años de
reconstrucción de mi ser, a despojarme de las apariencias, a rasgar los velos y
sobre todo a desnudar mi alma para sanar los surcos que aún guardaban las
cenizas del infierno. ¡Cuánto dolor genera la crueldad humana! Algunas lágrimas
se escapaban al compás de los latidos de mi corazón que se amplificaban.
Mirando al lago vi un pato que viajaba tranquilamente sin pensar en nada, solo
disfrutaba de su paseo, “esa es la libertad que añoro para todo ser humano”, me
dije.
Mi nombre es Falak,
estrella.
Una mañana, mientras me
preparaba con esmero y alegría para ir a mi primer día de trabajo en una
galería de arte, se oyó un terrible estruendo, el techo cayó y todo se apagó...
Durante un tiempo estuve inconsciente hasta que me desperté en un hospital tan
herido como yo. Cuando cobré conciencia me dijeron que muchas bombas habían
caído. Estaba confusa hasta que a través de unos altavoces oí como vomitaban
palabras de odio y opresión. Sirenas de ambulancias, gritos de angustia y dolor
nos volvían sordos. Mi desesperación culminó cuando no supe qué había pasado
con mi familia. Nadie sabía nada de nadie…, todo era oscuro, excepto por alguna
bombilla encendida que nos indicaba que aún había vida.
Para conservar mi cordura
mantenía los recuerdos de mis padres que desfilaron con ternura y orgullo. Mi
padre era periodista y mi madre profesora de filosofía en la universidad; mi
educación fue sólida gracias a mi padre que grabó a fuego en mi alma los
valores de la vida y a mi madre que me inculcó el amor y el poder del
conocimiento. Éramos una familia alegre, unida, libre en un país del
mediterráneo oriental, cálido, bello, con mucha historia y atardeceres
perfumados.
Cuando pude caminar, esos
individuos me arrastraron a fuerza de golpes a mi nuevo alojamiento. Me
llevaron a un campo de concentración donde solo había miserables y traidores
como ellos decían.
Mi hermoso y cálido país
–lleno de luz y belleza– había sido devorado por la bestia, así como todos
nosotros. Hacía tiempo que mis padres recibían amenazas por defender los
derechos humanos y por la libertad que implica; nunca sucumbieron a los deseos
de esos fanáticos de la opresión. “Ante el sol nadie es diferente” decían. Más
adelante supe que esos individuos se los habían llevado junto a otros cientos
para ejecutarlos, el dolor fue tan grande que caí dentro de una sima sin fondo.
Unos días después probé
en mi cuerpo la crueldad de esos individuos. Sin embargo, a los pocos meses de
vivir en ese terror, un soldado de ojos profundos me miró con compasión, vi un
destello de luz e intuí que me ayudaría. Oí la voz clara y potente de mi padre:
“echa a volar para que enciendas luces en la oscuridad”.
Una noche soñé que sobre
esa sima oscura de mi mente había una nube dorada y zafiro de donde salía un
lazo que venía a sujetarme para devolverme a la vida. Me agarré bien fuerte y
sentí la alegría espontánea surgida de las profundidades de mi ser. Cuando
desperté comprendí, instantáneamente, que “la luz y el amor nunca mueren; que
para luchar hay que dar un paso al frente y hacer la injusticia visible para
luchar por ella. ¡Cuántas cicatrices en el alma son causadas por oraciones
estériles elevadas!”. El león se acababa de despertar y rugía con fuerza por su
libertad. Salí del barracón y vi como el sol trepaba por el firmamento. Aunque siguieron las vejaciones, ese hombre me ayudó
a escapar. Mi listón de vida rozaba el suelo, recordé esos atardeceres
perfumados, a mis padres, a mis amigos y todas las personas maravillosas que en
ese sucio y lúgubre lugar había conocido, y así poco a poco el listón se elevó
al volver a la vida.
Mis pies sangraron por
los caminos de piedras, mi alma rota por la indiferencia y por bandera la
desesperanza al ver que muchas puertas se cerraban porque era inmigrante y de
piel morena. Con sacrificios y largas esperas llegué a Reino unido gracias a la
ayuda de ese hombre y a una red de mujeres que me ayudaron a salir de mi país.
Tenía por costumbre ir a
pasear por Saint James Park, qué con sus sauces llorones, lagos, paseos y
tranquilidad me hacían sentir que había vuelto a la vida. Una tarde, mientras
volvía a casa, vi un cartel donde anunciaban una conferencia sobre la libertad
de la mujer, la ponente era una mujer afgana. Supe de inmediato que tenía que
ir. Así fue como conocí a Kala, mujer sabia, fuerte, cuya experiencia de dolor
la llevó a la luz del sol.
Después de la
conferencia, me acerqué a ella, me presenté y quedamos para hablar al día
siguiente, a ambas nos gustaba ese lugar tan entrañable, Saint James Park.
Hablamos y lloramos, lloramos y hablamos… una mariposa blanca revoloteo delante
de nosotras, las dos nos miramos, fue nuestro punto de inflexión y una fiesta
espontánea surgió de las profundidades de nuestra alma. Así nació la hermandad
de la libertad.
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La hermandad de la
libertad pone énfasis en que la persona es única y digna en sí misma por
derecho propio. Así pues, es fundamental el respeto por los derechos de todas
las personas y en particular por las que no quieren ser poseídas. ¡Ha habido y
hay muchos crímenes en nombre de la libertad!
Todos los seres humanos
estamos cansados de escuchar como hay oraciones que se elevan a cambio de
cicatrices en el alma de otros.
(Foto
de Pixabay)