“Dicen que Miguel Ángel Buonarroti, antes de empezar una escultura, iba a la cantera para sacar el mejor bloque para su nueva obra. Para ello debía sentirlo, acariciarlo, entrar en él para conectar con su esencia. Así sabía si ese bloque era el que él necesitaba para su obra”. En esto pensaba cuando terminé de hacer la maleta. Cogí las llaves del coche; revisé que todo estuviera en orden en el piso y cerré la puerta.
Empieza la aventura de mi nueva
exposición. Esta vez, el entorno elegido ha sido un precioso parque a las
afueras de una pequeña ciudad rodeada de naturaleza. El precioso río, que fluye
con gran ímpetu creando el eterno movimiento de la vida, divide la ciudad en
dos y su simbología y fuerza me cautivaron. El agua tiene un poder
sorprendente sobre mí; me quedo absorto mirando la belleza del baile entre el
aire y el agua, acompañado de la armonía natural del canto de los pájaros y el
saludo de las ramas de los árboles donde algunas hojas doradas bailan su último
baile.
Mi escultura es un tanto singular, pues,
según el ángulo de observación, será visible o invisible porque está hecha de
piedra e hilos de cristal transparentes y, según la luz y los ojos del
observador, se verá en su conjunto o solo en parte.
Los antiguos escultores sabían que las
estatuas no son solo bloques de piedra vacíos, sino que tienen vida propia;
conocían la potencia que las habitaba. Los que trabajamos con el cincel sabemos
que hay que sacar lo superfluo de la piedra para que la imagen que vemos en
nuestra mente se realice; por ello sentimos esa entrañable relación de empatía
con ella.
Cuando llegamos a la orilla del parque por
donde el sol nace, percibí la vida en mi obra; mientras la instalábamos, sentí
cómo su energía se expandía al sentirse libre en medio de ese silencio de
belleza natural; cómo el viento la abrazaba junto a la calidez de los rayos del
sol. Durante la exposición sentí algo diferente en mi obra, una vibración de
alegría por la vida que la rodeaba, y se intensificó más cuando algunas
personas se acercaron y la acariciaron para sentir su fuerza. Comprendí en ese
momento que la humildad y el respeto que ofrecen las esculturas a las personas
que las admiran hacen que sean obras maestras.
La exposición fue todo un éxito, aunque
hubo poca asistencia; sin embargo, los pocos que fueron observaron que la
estatua estaba dividida en partes para que los ojos que la admiraran pudieran
imaginar creaciones en sus mentes —pies que bailan y avanzan; manos abiertas
que se llenan de alegría y tristeza; cabeza que muestra nuestra identidad de
ser libres o esclavos—. El conjunto es un jardín de fragancias que elevan
los sentidos, pero hay que tener un corazón abierto para ese sentimiento.
Cuando regresé a casa, algo había
cambiado, aunque todo estaba como lo había dejado; la luz del atardecer entraba
por la ventana y en ese momento me sentí estatua, lleno de vida, rodeado de
soledad, serenidad y silencio.
La aurora anunció la inminencia de un
nuevo día y, entre sueños, oí las palabras de mi maestro: “Sé consciente de tus
musas para ser consciente de tu inconsciente”.
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