El destino une y el destino separa.
Cuando el rayo partió mi mundo en dos mitades
me perdí en la negrura de mi alma y de mis sentimientos. El fogonazo fue tan fuerte que me
cegó, sentí como se clavaban espinas en mis ojos y el polvo ahogaba mi vida. En
ese momento eterno y efímero, cegado por la incertidumbre y la negrura, vi desfilar
mi vida -sentí las manos de mi querida madre cuando nos cogió con suma
delicadeza en sus brazos a mi hermana y a mí para darnos la bienvenida a este mundo.
Vi pasar mi infancia y juventud como un rayo en el horizonte –risas,
reprimendas, amigos, besos, ilusiones y desilusiones–, situaciones livianas de
la vida. Emergió el recuerdo de una tarde cuando el sol derramaba un suave
color cobrizo sobre la terraza mientras disfrutábamos del atardecer, mi madre
dijo señalando a la mesa: “La vida es deliciosa como un banquete en el que hay
que saborear cada plato”; también acudió ese retazo de conversación de ayer noche
con mi padre, cuyas palabras resuenan ahora en mi corazón: “el saber no ocupa
lugar y desgarra los velos de la
ignorancia para hacernos libres. Cada
alma es diferente dentro de un universo complejo al que hay que abordar
respetuosamente para poder expresar el sentimiento de paz y belleza que reside
en cada corazón. Cada persona tiene alma propia, voluntad propia, sueños
propios y le corresponde desarrollarlos”. Cómo una hoja en otoño bailando su
último vals, quedó suspendida en el aire la sonrisa de mi amada y de mi hermana.
Siempre
me había gustado subir temprano a la colina para sentir el perfume de la mañana
y ver ese baile apasionado de colores en el horizonte. Recuerdo que los colores
auguraban un día luminoso y el perfume de pinos y naranjos se esparcía por el
aire haciéndome sentir que la vida es un regalo; sonreía al oír esa música
mágica que solo el amor puede tocar, en dos días me uniría a mi otra mitad, era
un momento de tranquilidad cargado de promesas y pasiones por desvelar. Su
sonrisa me embelesaba porque dibujaba alegría en su cara, sus ojos hablaban de
caricias que solo la brisa del viento puede ofrecer cuando recordamos a ese ser
amado. Una atmósfera de paz y dulzura emanaba del lugar y sentí recogimiento y
di gracias al universo. De pronto, un rayo dividió el cielo azul en dos.
Después
de mi flash back, todo
era vacío como si la fuerza de mi alma se hubiese ido. Bajé y cuando llegué a
casa de mis padres sólo encontré escombros y polvo en el aire. Unos minutos
antes tenía toda una vida y de pronto todo voló al compás de un atronador golpe
de tambor. Vivíamos en un país cuya historia había dejado huellas en las piedras de los edificios, puentes,
palacios, jardines…; entre tanta historia, complejidad y mezcla de culturas la
vida, en apariencias, florecía como las flores en primavera y el baile de
girasoles en verano; mi lucha sin tregua
para mantener la paz y el progreso lejos de la tiranía consistía en crear
puentes hacia la libertad y derrumbar
piedras de poder sin sentido que algunos individuos levantaban para construir
prisiones de confusión y destrucción. Comprendí que esos esfuerzos por mantener
la unión se habían fragmentado; algunos individuos habían roto el motor de la
vida mediante la devastación, quebrando esa magia de primavera y empezando una guerra.
Los que destruyen la vida a fuego ganan batallas con millones de muertos, pero
jamás su guerra ganará a la vida.
Pasaron
varios días y necesité de toda mi fuerza interior para que los pensamientos
pudieran fluir y ordenarse, oí, como un eco, a mi madre decir: “aquí ya no hay
vida, saca fuerza de tu corazón y ponte en marcha, deja enterrado el odio y el
rencor bajo el polvo de tus pies, pues son demonios durmientes que cuando se
despiertan destruyen todo, incluso la vida”. Me levanté y me puse a caminar sin
dirección por esas callejuelas llenas de muerte. Miré a mi alrededor y por
primera vez vi muchas miradas perdidas como la mía, empecé a oír nombres lanzados al aire esperando una
respuesta, sentí el dolor de esas miradas y
vi que todos llorábamos y arrojábamos gritos desgarradores que quedaron
ahogados por los truenos y rayos. Al
cabo de unos días los que pudimos sacar fuerza de nuestros pies, iniciamos una
marcha hacia ningún lugar; se oía el silencio del llanto y la tierra a nuestro
paso se hizo fértil por tantas lágrimas vertidas. Éramos una isla de penas y tristezas. Después
de muchos, muchos días, dejé de ser un zombi, la vida volvió a correr como un
pequeño riachuelo por mis venas, empecé a ver, a oír, a sentir. Comprendí que
somos seres en transición, que la vida se va en un instante y que los
sentimientos fracturados se quedan enterrados bajo los escombros de trozos de
corazones rotos, gruesas lágrimas
cayeron por el vacío de la pérdida de la magia de la vida.
Un
día soleado mi corazón rompió a llorar cuando volvió a sentir el aroma de pinos
y naranjos, experimenté que, incluso, en medio de la oscuridad y aunque haya
penalidades y miserias siempre hay que dejar un hueco para la esperanza… Éramos
pocos los que llegamos a esa ciudad donde había belleza y serenidad en sus
calles, muchos cayeron en el camino por desesperación, hambre y tristeza. Fuimos
recibidos en silencio y con algunas miradas de desconfianza y lástima. Nos
metieron en un campo de tierra sembrado de casetas. Dormía en un barracón con
otros hombres, por la noche se oían lamentos y suspiros y en medio de la
oscuridad se veían ojos abiertos que no podían cerrarse porque aún tenían
espinas clavadas de cuando el rayo partió el cielo azul en dos.
Mientras
una media luna se elevaba entre las tiendas del campamento y creaba una tenue luz de esperanza salí a respirar pues me ahogaba
tanto dolor e impotencia. Estaba absorto en mis emociones cuando vi a una niña muy
pequeña que intentaba coger una caja mayor que ella; me acerqué para ayudarla,
me cogió de la mano y me llevó a su tienda. Al llegar vi a una mujer joven muy demacrada, le di de beber
agua y la niña me indicó que esa caja contenía algunas medicinas… Empecé a
visitarlas cada día y me hice cargo de la pequeña, poco a poco empecé a sentir
como la atracción se amparaba de mi cuerpo y, así, del dolor nació el amor. Volví
a oír y a sentir la música mágica en mis nervios, vi la sonrisa de mi otra alma
y supe que mis heridas habían sanado y podía volver a amar la vida, “nuestra parte mágica reside en el corazón y
jamás se va, solo tienes que buscarla” me repetía mi madre cuando era un niño. Día
a día fuimos tejiendo lazos invisibles de amor que nos invitaban a saborear la
vida y así oír la música para ver los girasoles bailar. La vida es un asombroso
regalo de amor y compasión que debe ser compartido con los demás aunque a veces
no comprendamos los escenarios. La felicidad es soltar el dolor y atreverse a
coger la luna con las manos. Recompusimos nuestros retales y formamos un gran paño
donde todos pudimos cobijarnos.
La
vida son momentos que nos impactan para formar los recuerdos. Cada uno de
nosotros somos retales de nuestra existencia y somos corazones rotos y pegados
con hilos dorados que hacen que sean más hermosos si los vemos con otros ojos.
Somos
retales de la vida que el telar del
tiempo enhebra hilo a hilo para escribir el destino.
(Foto de la red)
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