Subí las escaleras deseando que esta vez me gustara el apartamento y, sobre todo, los compañeros. “¡Necesito alquilar una habitación ya!, pensaba, las clases empiezan en tres días”. Había visitado muchos pisos, pero siempre había alguna sombra revoloteando que me hacía huir del lugar. Nervioso y esperanzado, toqué el timbre, abrió la puerta un chico con ojos sonrientes. Entré en el salón y en el sofá estaban sentados los otros dos compañeros. Y mientras hablábamos mis ojos buscaban alguna sombra, pero no vi nada. La corriente fluyó enseguida entre nosotros; me comentaron sus reglas y por la tarde me había trasladado. El piso era espacioso y luminoso, una gran terraza, –perfecta para fiestas, pensé–, daba a un parque con un pequeño lago; a lo lejos se divisaba la cúpula de alguna iglesia.
Soy Julián y junto a Pablo éramos
los estudiantes de arquitectura; Gonzalo, el de música y Alejandro, el de
filosofía; todos con sueños y proyectos.
Reinaba un buen ambiente en el piso, a todos nos gustaba la fiesta y estudiar;
éramos conscientes de que si queríamos llegar a alguna parte, los esfuerzos
eran el transporte hacia la meta. Muchas tardes nos dedicábamos a parodiar
nuestros proyectos, era muy divertido ver y oír los diferentes puntos de vista,
incluso las ideas más descabelladas cobraban vida; nuestra convivencia era viva.
Pablo y yo soñábamos con
montar una empresa de arquitectura, cuyo objetivo era ayudar a la naturaleza y
a los países más desfavorecidos creando viviendas con materiales biodegradables
que aportaran bienestar, luminosidad y seguridad. Nos encantaba diseñar casas
de bambú y barro cocido que se perdieran entre el paisaje natural. Gonzalo
hablaba de su sueño, ser compositor y director de orquesta; tenía un don para
la música, componía una sinfonía con solo oír el canto de un pájaro. Alejandro disertaba
sobre la necesidad de crear y no imitar; “leer y comprender a los antiguos filósofos
nos ayuda a entender un poco mejor a nuestro mundo”, nos repetía.
Para celebrar el día de la
música decidimos preparar una gran fiesta; vinieron muchos de nuestros amigos, bailamos, cantamos, charlamos, jugamos a vídeo
juegos… y nos dieron las campanadas de las seis de la mañana. Nos despedimos de
nuestros amigos y nos acostamos, en particular yo me sentía muy contento, pero
algo cansado. El domingo todos estábamos resacosos y nos quedamos en casa, recogiendo la terraza.
Al anochecer seguía muy
cansado, me fui a dormir más temprano. Unos días después volé hacia la bóveda de
la diosa Nut. Mis compañeros estaban en shock. Yo los miraba desde las brumas celestes
y pude sentir su tristeza, en cambio yo
me sentía alegre, libre y mi corazón seguía latiendo al compás de la poesía de
la vida. Una tarde, mis padres vinieron a recoger mis cosas. Flotaba en el aire
una tristeza profunda al haberse roto un lado de ese sólido cuadrado que éramos
nosotros. Mi madre abrazó a cada uno de ellos y, antes de cerrar la puerta,
dijo: “Julián era muy especial, sabía que tenía una enfermedad incurable, pero
sus deseos de vivir eran más fuertes que su vulnerabilidad”. Mis amigos al
saber el secreto de mi enfermedad se quedaron como estatuas sal.
Dejé escrito que todos mis
órganos fueran entregados a aquellos que
los necesitaran. Mi corazón que latía con amor por la vida fue entregado a un
niño soñador. Cuando salió de la operación su madre lo miró con ojos llenos de amor,
esperanza y agradecimiento por seguir a su lado. Él le dijo que sentía los
latidos de Julián. Su madre extrañada le preguntó: ¿cómo sabes el nombre del donante?,
a lo que el niño contestó: durante la
operación Julián, me contó su historia, sus sueños y deseos.
“Cuando tenía cinco años me
diagnosticaron un aneurisma cerebral, sabía que en cualquier momento mi vida
podía pararse, pero en lugar de rendirme, una fuerza sobrenatural me envolvió y
me ayudó a vivir y a amar con más ganas la vida. Mi sueño desde pequeño era
construir viviendas para ayudar al planeta y a la humanidad. Mis padres conociendo
mis deseos me llevaron a visitar algunos países africanos y me quedé enamorado
de su gente. Ya con quince años había hecho un boceto de casas de bambú y barro
cocido y mi gran sueño era realizarlo. Cuando empecé a estudiar arquitectura quise
independizarme y mis padres lo aceptaron
con pena y alegría. Cuando me trasladé al piso, mis ganas de vivir aumentaron
al conocer a mis amigos y durante un corto periodo de tiempo compartimos
nuestras vidas entre alegrías y penas, secretos y sueños; nuestra amistad quedó
sellada para siempre.
Somos autor y actor de
nuestra vida, hay que construir los sueños con piedras sólidas para que la base
nunca se derrumbe. El futuro siempre está presente y los sueños se realizan
cuando crees, no lo olvides”.
Hoy mirando este hermoso
atardecer y viendo el juego de la danza de las golondrinas, me vienen unas
palabras: ”el tiempo de la vida es efímero, aprovéchalo para vivir y dejar tu
huella”, me dijo Julián antes de desaparecer en la bruma celeste que lo
envolvió y llenó de paz mi vida. Sé que somos lazos del universo que vamos y
venimos por un corto espacio de tiempo para enseñar y aprender que el viento
mezcla nuestros cantos con la fragancia de la vida, solo depende de nosotros el
perfume que le demos para que la flor propague su fragancia por dónde caminamos.
El gran desafío de la vida es vivir desde la consciencia y sentir los latidos
del corazón que baten al compás de nuestra canción, sabiendo que la vida es
poesía.
(foto de la web)
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