Al volver a casa después del trabajo pasé por un pequeño parque para niños, estaba desierto y un columpio vacío se balanceaba al ritmo del viento; me senté en él y dejé que la brisa del mar me columpiara al compás del vaivén de las olas; la suave luz del atardecer me envolvía mientras observaba como la gran esfera de fuego descendía en total confianza hasta quedar suspendida sobre la línea que une el cielo y el océano. Al observarla sentí como la llama de la vida se encendía en mi corazón y fluía por mi cuerpo en todas direcciones como ríos de fuego que van cauterizando las heridas abiertas de nuestras vivencias de encuentros y desencuentros, de deseos y apegos, de amor y desamor, de confianza plena y traición perversa. Vuelvo a sentir la caricia de la brisa del mar. Salto del columpio y vuelvo a casa mientras las estrellas se veían dobles, unas brillando en el cielo y otras brillando en el mar.
El fulgor del sol me
despertó. Volví a sentir como la llama de la vida recorría mis venas y me
llenaba de hondos sentimientos de fuerza y vitalidad. Hoy, como cada sábado, me
preparo para ir a caminar por el borde del acantilado que bordea al inmenso océano.
Es un camino sinuoso de tierra y piedras que asciende con lentitud hasta un
llano donde se ven unas murallas majestuosas,
orgullosas y bellas de piedra volcánica que nacen en las profundidades marinas
y se alzan desafiantes al infinito azul. Una de esas montañas siempre me ha
hechizado y atraído con la fuerza de un imán; su cima es una cara perfecta que
mira al cielo y tiene la boca abierta para recibir el agua que las nubes le
regala y ella, a su vez, la entrega al océano a través de su bella cascada. Un
rugido proveniente del océano me advierte que respete ese lugar que antaño fue
un reino sagrado lleno de vida y alegría cuya magia se esparce por todas partes
como el perfume de las flores silvestres. Me quedo atónita por esa advertencia
y aclaración. En contraste con esa fuerza casi violenta del océano, oigo el
dulce canto de las golondrinas que juegan en el aire en total confianza
celestial.
Hoy percibo una extraña
sensibilidad en mi interior. Me siento en una roca para mirar embelesa el
paisaje y contemplo un auténtico espectáculo, el movimiento de la vida: –el
baile de las aves al compás del aire. Las
olas que chocan contra las grandes murallas espolvoreándolas de copos de nieve y,
en su caída, oigo sus risas. A lo lejos delfines saltarines que provocan mi
sonrisa. Diamantes que tejen un manto plateado sobre las aguas. Piedras que
guardan en su interior el fuego de los volcanes. Flores silvestres blancas, amarillas, verdes
y violetas que conversan y dejan su fragancia para todos los caminantes–.
Observando el espectáculo comprendí que todo está entrelazado y todos los seres
que habitan en el planeta –agua, montaña, gaviota, delfín, piedra, flor, ser
humano– respiramos el mismo aire,
bebemos la misma agua y nos alimentamos de la misma tierra. El susurro de una
vieja canción me saca de mi embeleso, miro a la montaña que parece sonreír al
verme sobresaltada.
“A cámara lenta, mi cabeza
gira hacia el horizonte. Veo una dama etérea que emerge entre dos olas lejanas
y se acerca a mí con pasos aéreos. Estoy
fascinada, su sonrisa ilumina el lugar y me llena de serenidad; coge mi mano,
nos levantamos y caminamos por un sendero de lazos dorados. Me lleva a la ciudad
de cristal hecha de piedras de luz de cuarzo, rubí, zafiro, ámbar; caminamos por
una vereda de ámbar hasta llegar a una pirámide brillante, luminosa, cristalina
de color azul zafiro, su belleza es colosal. La señora etérea no entra y me espera fuera.
Al poner mis pies sobre el zafiro azul, una cálida sensación me acoge y envuelve; siento
una confianza total y no me opongo a lo que pueda pasar. Percibo como una
espiral de luz azul zafiro y diamantes me eleva hacia el vértice de la pirámide
donde una puerta se abre al espacio radiante y puro de la luz blanca y dorada. Vuelvo
a sentir como la calidez de esa luz me envuelve y me transforma en luz eterna. Sé
que estoy de nuevo en casa. A través de un rayo blanco cristalino observo un
lugar majestuoso de una perfección y
belleza sublimes, hasta tal punto que el universo entero contiene su aliento y se rinde ante esa perla que vibra en
los confines del universo. Gaia es su nombre.
Gaia es conciencia pura de vida, alegría
y amor; es el planeta donde conviven reinos diferentes de seres vivos,
entre ellos el ser humano, obra maestra del Creador. Para que la conciencia de
la belleza, de la vida y de la alegría
pudiera manifestarse se les dio una apariencia externa y, además, al ser humano
se le dotó de una conciencia espiritual superior, siendo dicha conciencia el
baremo de su experiencia terrenal a partir de los pensamientos, sentimientos y
actos.
Al no existir tiempo ni
espacio en el rayo cristalino, la historia de la humanidad se manifestó en el presente eterno: desde el comienzo de la
historia de la humanidad el ser humano
se convirtió en un vagabundo errante al centrarse en la codicia, avaricia,
egoísmo, lo que ha provocado guerras y más guerras, generando miedo, sufrimiento,
miseria. Entre tanto tormento y ruinas, el ser humano ha ido tejiendo velos
densos con hilos de tinta negra para esconder su violencia y vergüenza. En el
presente vive en un olvido total de mentiras y mezquindad, cayendo en su propia
trampa. Ese terrible escenario de hace miles de años no ha cambiado en el presente momento. Hay tanta miseria humana que
la perla del universo, Gaia, llora de dolor
y pena e implora, una vez más a los seres humanos, que tomen conciencia del
daño que provocan al destruir todo e incluso a ellos mismos y les recuerda que todos
los seres que viven en el planeta tienen los mismos componentes que ella.
También insiste al ser humano que recuerde que es el único ser vivo en el
planeta que tiene la capacidad de elevarse hacia la luz o caer en la más
profunda oscuridad, todo depende de su elección”.
Volví a sentir el viento en
mi cara, dos lágrimas tibias caían por mis mejillas, la mujer etérea se había
ido; miré hacia el océano de luces plateadas y vi que la huella de pasos aéreos
formaba una estela azul, blanca y dorada.
Con esa visión, comprendí
que perdemos nuestro tiempo en elucubraciones, dejándonos arrastrar por
corrientes que nos llevan de un lugar a otro sin comprender el verdadero
sentido de la vida. Gastamos energía y tiempo en ir de un error a otro, de
encadenarnos a los miedos, de desear lo que no tenemos, de querer poseer sin
importar el daño que causamos. Nos hemos olvidado de nuestra conciencia y en
lugar de elevarnos caemos en la trampa de la sombra, transformándonos en
autómatas al no usar el don de la observación –hacemos las cosas sin pensar,
sin armonía, sin amor–de ahí todos los males que vivimos. Nuestra vida es una
caricatura, una máscara donde lo esencial de la persona se ha borrado de tanto
ignorarlo. Hay que trascender el velo de la ignorancia, de nuestro ego si queremos
llegar a ser seres humanos verdaderos, sin etiquetas, aceptando al otro en lo
que es y no en lo que queramos que deba ser; dejar de pensar en forma binaria y
aceptar la multiplicidad para llegar a la unidad.
También es importante saber
leer en las apariencias de las palabras que nos atraviesan el alma y que nos ayudan
si van cargadas de sabiduría celestial que es la antorcha que ilumina la noche
del mundo. En cambio, si hay ausencia de
sabiduría fabricamos flechas de emociones reprimidas. Cuando la certitud de las
cosas que creemos que es se va, nosotros también nos alejamos de nuestro centro
y caemos, a no ser que estemos bien atados a ese eje de la sabiduría. Supe que no podemos huir del destino, pues
tarde o temprano nos encuentra y llama a nuestra puerta.
Miré a la montaña no sé si era ella o yo la que sonreía, vi su
cascada de colores mientras los rayos del sol la acariciaba. Una mariposa
blanca revoloteó frente a mí con su belleza, elegancia, fragilidad, confianza y
sabiduría recordándome que lo mejor de nuestra vida es no olvidar la relación
entre el cielo y la tierra, pues estamos concatenados al universo.
Volví a casa para
reflexionar y escribí esta historia para no olvidar que el perfume de las
flores silvestres y la huella de la estela azul, blanca y dorada son la magia
de un efímero momento que es el eterno universo.
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